He abierto los ojos.
Ahí estaba él, como un quinceañero enamorado que espera impaciente a esa chica en la parada del autobús.
No me dice absolutamente nada pero, ahora sí, ahora ya nos entendemos, no hacía falta nada más.
Estoy segura de que él también se ha estado emborrachando desde hace varios meses con el mismo cóctel que yo: una mezcla de expectación, curiosidad, ilusión... No voy a engañarme, el toque más embriagador lo ponían esas peligrosas ganas de cambio radical, esa emoción algo suicida, de ruleta rusa, de saber que íbamos a disparar, pero, ¿qué iba a pasar con la bala?
No soy una persona cobarde -él lo sabe, le encantaba ponerme a prueba, llegué a pensar que incluso disfrutaba anundándome problemas y viendo cómo, con uñas y dientes, yo siempre conseguía desatarme-.
Pero ahora quizás está consiguiendo hacerme temblar... Y lo cierto es que me encanta.
Así que me he lanzado (qué demonios, su cara me estaba pidiendo a gritos que lo hiciera). Lo he besado, he besado en los labios a mi destino, he agarrado esa mano con la que, casi a tortazos, me ha despertado esta mañana. Y ahora somos dos enamorados impacientes que, en vez de esperar en la estación, acaban de dejarla atrás (a ella y a todas esas cuerdas).
He abierto los ojos... y ya solo veo una costa azul.